Las Palomas

Ilustración para el cuento ganador del LXXIV CONCURSO LITERARIO ANUAL (LXVIII EN LA MODALIDAD DE CUENTO O NARRATIVA BREVE) organizado por la Sociedad de Festejos y Cultura San Pedro de La Felguera (todos los derechos reservados).

© Eduardo Hojman/Sociedad de Festejos y Cultura "San Pedro de la Felguera". 


Autor: Eduardo Hojman

Ilustración: Carol Bernabeu


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LAS PALOMAS

Puntuales, las palomas llegan a las cinco de la mañana. Las palomas zurean, arrullan, gorjean, las palomas cucurrucan, crepitan, castañetean, trastabillan, crujen. Apretadas en el alféizar las palomas gorgotean, borbotean sus gárgaras. Vibran las palomas, emiten un sonido grave, ronco, percusivo, un balido gutural apenas puntuado por unos aislados trinos agudos, como insistiendo en su condición de ave cantarina que surca el cielo, a pesar de que son reptílicas, rastreras, carroñeras, trazadoras, traperas y rapaces. Graznan de esfuerzo, se atragantan, bufan y escupen una excrecencia viscosa como las protestas de un pulmón canceroso. Se apretujan sobre el alféizar y se exploran, sucias, compitiendo de a decenas por unos pocos centímetros de cemento cuarteado, sus cuerpos como cajas de resonancias huecas para amplificar sus traqueteos y estertores, rozándose lascivamente y blandiendo sus picos carcomidos, roedores, horadados, resbalando sobre sus propias, aguachirles deposiciones. Se apoyan en los listones de las persianas haciendo que se agiten como las agujas enloquecidas de un sismógrafo golpeando contra la caja de plástico que las aprisiona, se sacuden como las carreteras de un país invadido quebrándose bajo el peso de tanques, de botas deshechas, de soldados cansados. Sus sacudidas, sus fricciones, sus hurgamientos levantan ráfagas sibilantes, henchidas de infecciones tropicales, de tifus y paludismos diversos. De pronto todo asciende, los gruñidos se convierten en ululaciones, en bramidos libidinosos, los sonidos se acumulan, estallan, repercuten y se multiplican como una orquesta sinfónica infernal, las persianas tiemblan como arrancadas por trombas del averno. Las palomas trompetean, gañan, se retuercen, se fruncen, se calientan, se alborozan y se frotan, excitadas por un sonido nuevo, un tamborileo, un repiqueteo acelerado, un tableteo letal, como una multiplicación de fusilamientos, como una granizada inesperada y asesina, una concatenación de golpes secos, metálicos, deslumbrantes, un rocío duro, poroso y rechinante que acribilla, agujerea, perfora la madrugada y lanza a las palomas a un frenesí estercolero, a un eretismo inmoral, a una precipitación kamikaze, y que hace que Pedro se levante de la cama, resignado ya a que no podrá seguir durmiendo esa noche, abra la ventana y vea cómo las palomas, tras dejar el alféizar teñido de una pátina astringente, corrosiva, marrón y almidonada, se precipitan sobre el maíz que, como cada mañana, les echa la misma vieja de siempre.

La ventana de Pedro da a una plaza del barrio Gótico de Barcelona que no existía cien años antes, hasta que Franco o sus amigos tiraron una bomba y, voilá, he aquí una coqueta placeta, que provee de luz y aire a lo que habría sido, de lo contrario, una calle umbría y húmeda, un paisaje medieval pletórico en atmósfera y orines. Los edificios que rodean la plaza están todos “afectados” por el bombazo, lo que significa que podrían caerse en cualquier momento, y el edificio en sí tiene la puerta de entrada forzada, la escalera sembrada de jeringuillas y el interfono arruinado después de que uno de los habituales decidiera, en un rapto de paranoia alucinógena, acercarle su encendedor y contemplar fascinado como un niño cómo se derretían los botones. Hay una pandilla que vive en la plaza, liderada por un tipo alto, calvo y barbudo que durante el día circula rodeado de sus adláteres, todos menores que él, y varios perros, espantando y robando a los turistas. Después de cruzárselo varias veces, Pedro adoptó la costumbre de saludarlo de lejos, con apenas una inclinación de la cabeza, menos un saludo que una especie de reconocimiento, con la esperanza de que funcionara como un pacto de no agresión entre vecinos. Por ahora, parece haber surtido efecto. Ni el barbudo ni los miembros de su banda, como el tonto del encendedor, molestan a Pedro ni tampoco se ven interesados en molestar a los otros vecinos de la placeta, sino que prefieren centrar sus esfuerzos en los visitantes ocasionales. La quemadura del interfono y la rotura del escaparate del almacén de uno de los bares no parecen haber sido actos agresivos contra los habitantes de la zona, sino puros caprichos del azar, y nadie se los tomó como algo personal, ni siquiera el dueño del bar, que no tardó mucho en trasladar su negocio a otra zona de la ciudad.

Desde que descubre que la aglomeración de palomas en el alféizar de su ventana responde a la inveterada costumbre de una señora de darles maíz cada día a las cinco de la mañana, haga frío o calor, llueva o se venga el mundo abajo, Pedro intenta, primero, hablar con la señora. Una madrugada particularmente cruda, después de una noche en la que el cielo jamás ha abandonado un amenazador tono gris, baja a tantear la situación. La conversación es más o menos cordial. Pedro se presenta, incide en su condición de recién llegado al barrio, se interesa por la situación de los vecinos. La señora, imitando su tono amable, le habla con cierta nostalgia de los antiguos habitantes del domicilio de Pedro, una pareja de ancianos que se murieron uno después del otro, tras lo cual el piso quedó abandonado un buen tiempo, justamente hasta la llegada de Pedro. Sí, comenta él. La vivienda estaba bastante deteriorada cuando llegó, le dice. Y él, poco a poco, va pintándola, cambiándole la instalación eléctrica, entre otras cosas. Se cuida de mencionarle que consiguió esa casa porque unos conocidos le habían advertido del fallecimiento de la antigua inquilina poco después de enviudar y, tras consultar en el catastro, dio con el propietario y lo convenció de alquilársela a pesar de ser extranjero y carecer de contrato de trabajo. También omite que, cuando entró en la casa, descubrió que su última ocupante había quitado todos los picaportes de las puertas interiores, los había cambiado por cerraduras, y había tapiado, clavando los bordes en los marcos, las puertas de la única habitación que no utilizaba. El baño, la cocina y el salón principal estaban diseñados para que se los cerrara con llave. La alimentadora de palomas comenta que esos ancianos eran buena gente, de los pocos que quedaban. El barrio, quizá la ciudad toda, se ha deteriorado mucho, dice, señalando con un gesto el sector donde duerme el barbudo y su pandilla. Antes aquí vivía buena gente, gente decente.

Algo en la mirada dura escondida tras unas gafas sucias, en la oscuridad salivosa de la boca entreabierta, en la manera en que la luz de la única farola de la plaza choca contra la piel blanquecina de las orejas de la señora que da de comer a las palomas disuade a Pedro de hacer precisamente aquello para lo que bajó a las cinco de la mañana: poner fin a esa colombofilia alimenticia, librarse del nauseabundo murmullo amplificado y del olor correoso y rancio de las palomas que socializan en su alféizar. En cambio, quizá temeroso de no ser considerado él buena gente o presa de un temor más difuso, vergonzoso e inexplicable, vuelve a su casa. Tiene temas más urgentes de los que ocuparse, se dice. Por ejemplo, está el argelino del tercer piso, de quien los vecinos comentan que es un okupa que subalquila su apartamento por metros a un sinnúmero de personas que entran y salen, como una chica que se ha tatuado todas las zonas de su piel que quedan a la vista verse en situaciones no íntimas y que lleva un lagarto de dimensiones considerables al hombro a modo de mascota. Está el portugués de la otra puerta del rellano, que se presentó como músico experimental y cada tanto organiza fiestas estentóreas. Está el cuarentón de la última planta, que dice ser profesor universitario, se proclama abierto a todos los extranjeros siempre que vengan en son de paz y respeten la cultura y la lengua catalana, se autoerigió presidente informal de la comunidad e intenta imponer normas de convivencia que nadie respeta y que últimamente le insiste a Pedro con que aporte unos euros para comprar una cerradura para la puerta de calle y reemplazar la que forzó el argelino para no tener que repartir llaves entre sus nómadas subinquilinos.

A Pedro se le ocurre, también, llenar el alféizar de macetas. Pero las palomas se suben a ellas, se acomodan entre ellas, se contorsionan milagrosamente para caber entre ellas y a veces las sacuden, aumentando así el ruido matinal. Un día, poco antes del sonido percusivo y acelerado del maíz cayendo sobre las baldosas de la plaza, se oye otro ruido, un estrépito potente que resuena por encima de los aleteos de las palomas lanzándose hacia los granos. Sin abrir la ventana, Pedro sabe que una de las macetas, sin duda empujada por las condenadas palomas, cayó al suelo. Durante un momento, todos los sonidos se esfuman, absorbidos por el eco del golpe y Pedro, a quien la mezcla de modorra e insomnio le reduce considerablemente los pruritos morales, se permite albergar la esperanza de que el macetazo le haya abierto el cráneo a la señora. Pero no. Los sonidos se reanudan pocos instantes después y, cuando Pedro se anima a bajar, es de día, los operarios municipales de limpieza no han dejado rastro alguno de la maceta y la banda del barbudo ya está acosando a los turistas.

Pedro saca las otras macetas del balcón y se deshace de ellas en un contenedor de basura más o menos alejado. Va a una ferretería a averiguar si existe algún producto para impedir que las palomas se acerquen. En el camino se le ocurre que, si consigue atrapar una paloma, podría degollarla y dejar la cabeza en el alféizar sobre una pica en miniatura para disuadir a sus congéneres, pero encuentra demasiados impedimentos prácticos en ese plan. Los ferreteros, dos hermanos completamente distintos entre sí, se cruzan una mirada de desazón y explican que hay repelentes líquidos, venenos de alta toxicidad, ahuyentadores sonoros con sensores de movimiento, cometas y muñecos que imitaban aves predadoras, kits de pinchos, pero que nada de eso funciona, salvo, quizá, los pinchos, pero si los ven desde la calle le pueden poner una denuncia por maltrato animal, o, en todo caso, aviar.

El camino de regreso de la ferretería a su casa lo lleva por una calle tan angosta que los edificios parecen inclinarse entre sí en lo alto y al sol le cuesta llegar incluso en pleno mediodía. Más adelante, contra la luz blanca de la plaza, se recorta una silueta de forma indefinida que camina resollando y ladeada hacia un lado, una especie de jorobado de Notre Dame versión low cost. La figura avanza tan despacio que Pedro la alcanza antes de darse cuenta de que se trata de la señora que da de comer a las palomas, quien lo mira y, en un gesto de inquietud, se lleva una mano a la boca abierta, en la que Pedro alcanza a entrever unos dientes largos y rectangulares y de diferentes alturas. Cuando la saluda, intentando tranquilizarla, la mujer sigue avanzando sin decirle nada. Envalentonado, Pedro decide manifestarle de una vez por todas las molestias que ella le causa con su actitud. Lo hace con voz firme, argumentando con claridad y resolución. La expresión de la señora, al oírlo, se ablanda. Ella sabe muy bien, dice cuando Pedro termina, lo molestas que son las palomas, lo sucio que dejan todo. No tanto como algunos que acaban de llegar, dice, pero de todas maneras. Lo que pasa, joven, es que ella está trabajando para el ayuntamiento. Sí, en efecto; el ayuntamiento entrega bolsas de un alimento esterilizador para palomas a voluntarios como ella, que quieren hacer su parte para que la ciudad vuelva a ser bonita. Al darles de comer, las palomas se llevan consigo la semilla de la destrucción de su especie. No procrearán, se irán extinguiendo, dejarán de depositar sus cáusticos excrementos en monumentos, catedrales y otros edificios de interés; tampoco transmitirán sus temibles enfermedades y, como debe darse por descontado, sus ruidos y molestias cesarán. De modo que Pedro no debe preocuparse. A Pedro el procedimiento le parece interesante, pero, como desconoce la esperanza de vida de las palomas, no está seguro de si la solución no es a demasiado largo plazo. Antes de despedirse, le pregunta, casi como pidiendo disculpas, si no podría dar de comer a las palomas en otro horario y en otro cuadrante de la plaza. La señora esboza una sonrisa más ominosa que cuando parece enfadada y se va sin responder.

A las cinco de la mañana siguiente se repiten los ya familiares estertores polirrítmicos, expectoraciones, frotamientos y ráfagas pestilentes. Pedro abre la ventana y se encuentra con el retablo mefistofélico de la señora, encorvada hacia delante pero intentando extender las manos hacia arriba, de las que mana un río de granos amarillentos, rodeada de palomas que sobrevuelan a su alrededor y caen como en espiral sobre el suelo. A pesar de que las cuatro o seis baldosas que la rodean están llenas de granos de maíz y de que otros siguen cayendo desde las manos de la señora, las palomas se picotean entre sí, peleándose por mantener su propio territorio. El ruido es atroz. Pedro cierra la ventana de golpe, que se golpea contra la persiana. Uno de los listones de madera se parte con un sonido similar a un escopetazo y Pedro gruñe un “vieja hija de puta” para sus adentros, aunque le da la impresión de que las palabras retumban contra todos los edificios de la plaza.

Pedro es uno de los primeros en entrar en la oficina de atención al ciudadano cuando abren las puertas. Se dirige a una ventanilla donde pregunta si es cierto que existe una campaña municipal de erradicación de palomas mediante la entrega de alimento esterilizado a voluntarios jubilados. La cara del empleado que lo atiende no se altera durante toda la exposición de los hechos, pero el propio Pedro se da cuenta a medida que habla de lo ridículo que suena todo. El empleado le dice que no, que no existe esa campaña, y le facilita un formulario para hacer una denuncia. Mientras lo va completando, Pedro siente que por escrito la situación es todavía más delirante. Aun así, firma y entrega el formulario.

Cuando va a entrar en su casa, nota que la cerradura de la puerta de calle está rota nuevamente. Abre la puerta y cree ver al argelino subiendo deprisa por la escalera. Más tarde, el vecino del ático lo visita para pedirle unos euros y comprar entre todos una cerradura. Pedro le cierra la puerta en la cara. Por la tarde, va a la ferretería, donde los hermanos le venden un bombín y un destornillador enorme y, con suma paciencia, le enseñan a cambiar la cerradura. Por la noche lo intenta, pero la luz de la escalera está rota y la farola de la calle no alcanza a iluminar la puerta.

A la mañana siguiente, tan pronto suenan los primeros compases del concierto infernal, Pedro abre la ventana y empuja a las palomas hacia fuera con la persiana. Las aves no se esperaban ese ataque por sorpresa y, por un momento, no reaccionan. La señora aún no se ha ubicado en sus seis baldosas cuadradas justo debajo de la ventana de Pedro, pero, por debajo de la tonalidad estridente de los gritos de enfado y sorpresa de los bichos en cuestión, cree oír el resuello de su respiración. Las palomas sobrevuelan la ventana gorjeando endemoniadamente y parecen dispuestas a lanzarse sobre Pedro, pero éste, fuera de sí, agita los brazos como molinos y consigue arrancarles plumas a varias. Con cierta dificultad, la señora levanta la cabeza y ve a Pedro golpeando a las palomas. “¡Qué hace, desalmado!” dice. Pedro lamenta haberse deshecho de las macetas. Tratando de serenarse, le grita que lo del maíz esterilizado es mentira, que fue al ayuntamiento y que, si vuelve a tirarles maíz a las palomas, la va a denunciar a la policía. Denuncie lo que quiera, contesta ella, respaldada por el coro tribal de las palomas. A usted no le van a hacer ningún caso. Aquí antes vivía buena gente, gente decente.

Los gritos despiertan al barbudo y sus jóvenes seguidores, que estaban durmiendo entre las motos aparcadas en la plaza. Son ellos los que ven a Pedro abrir de una patada la puerta del edificio, que luego, cuando vuelve a cerrarse, queda torcida, sin encajar del todo en el marco. Ven a Pedro acercarse a la señora, caminando despacio y con las manos en los bolsillos. Oyen que Pedro le dice que es una vieja sucia, una bruta maleducada, que tire su maíz en su casa y no en la casa de otros. Oyen que la vieja le dice que es un hijo de puta, un sudamericano de mierda que viene a España a vivir del cuento, a robar. Que si no le gusta se vuelva a su país con los indios. Ven cómo Pedro saca una de las manos del bolsillo blandiendo un destornillador. Váyase, señora, lo oyen decir, que esto va a terminar mal. En los pisos superiores se abren ventanas, por las que asoman el profesor universitario, el argelino y la chica del lagarto, acompañada, por algún motivo, del músico portugués. El barbudo los mira y nota que, en el alféizar de la ventana del profesor, hay una maceta enorme con una planta de marihuana de casi un metro de altura. Lo nota porque la planta empieza a moverse a causa de las gesticulaciones del catedrático. En ese momento, la señora que gusta de alimentar a las palomas, exhibiendo una agilidad sorprendente, deja caer todo el peso de su cuerpo sobre Pedro, haciéndolo trastabillar. Pedro se golpea la cabeza contra la pared de su propio edificio, peligrosamente cerca de los cristales rotos del depósito del bar que cerró hace tiempo, y cae el suelo. La señora se tira sobre él, gritándole indio de mierda, vuelve a tu país, nos vienes a enseñar a vivir, aquí antes vivía buena gente, gente decente. Cada palabra viene acompañada de gotitas grasientas de saliva. Pedro huele cebolla rancia, carne agria, alcohol medicinal, en el aliento de la señora, cuya boca está cada vez más cerca de la suya, y piensa que va a terminar aplastándolo. Cuando la señora abre la boca y parece a punto de morderlo, Pedro aparta la mirada y ve, contra el cielo blanquecino del amanecer, un proyectil que cae a gran velocidad desde la última planta del edificio. En un impulso sobrehumano empuja a la señora a un costado y se aparta justo cuando la maceta con la planta de marihuana choca contra la cabeza de la señora y se hace añicos esparciendo pedacitos de cerámica por todas partes. Tiempo después, Pedro recordará extrañado que está seguro de haber visto, en primer lugar, cómo se astillaban las gafas de la señora y, después, que los dientes se cerraban de golpe y seccionaban la lengua que justo había asomado entre los labios de la señora.

Poco a poco, mientras Pedro se levanta, el barbudo se acerca, seguido de cerca por sus adláteres y sus perros. Pedro y el barbudo se cruzan una mirada de reconocimiento y, como Pedro cree entender, también de respeto. El barbudo, entonces, examina la planta de marihuana y, meneando la cabeza, dice “No, es macho”. Sus subordinados también la miran y repiten el mismo gesto, una negación con la cabeza, las palabras “no, es macho” repetidas casi un susurro, o sin siquiera decirlas, simplemente moviendo los labios. Incluso los perros mueven la cabeza con una actitud de decepción. Entonces el barbudo mira a la vieja, despatarrada contra las históricas baldosas, en torno a la cual empieza a formarse, con suma lentitud, un discreto charco de sangre, y les hace un gesto a los miembros de su pandilla, quienes rápidamente recogen sus pertenencias y se van. No todos. Uno de ellos se queda, acerca su mechero al abrigo de la señora y lo acciona, una, dos, tres veces, al principio sin éxito, hasta que, por fin, consigue encender dos o tres llamas en el dobladillo y las mira con éxtasis, con arrobo, con felicidad.




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