La última tila

Éste es uno de los 13 relatos que, junto con la escritora Teresa Garcia Garcia, estoy ilustrando.
Y concretamente, éste acaba de ser publicado en el número 4 de la revista, 'Lugares Comunes'.
Los relatos tratan sobre violencia de género... 
Aqui os dejo con un aperitivo de lo que está por llegar...

La última tila

Hugo baja despacio la escalera. Lleva puestos sus calcetines gordos de deporte para que sus pasos sean silenciosos. Unas viejas rodilleras, que ha encontrado por ahí tiradas cubren sus rodillas. Le hubiera gustado encontrar aquel escudo de madera que le compró su madre en la feria medieval, pero no ha habido suerte. Sólo ha encontrado una vieja escoba.
No importa- piensa mientras empuña firmemente su escoba abriendo los ojos. Esos ojos tan enormes como asustados que llevan meses hablando sin que nadie los lea.
Despacio, se mete la camiseta por dentro del pantalón del pijama y empieza a bajar.

Hugo conoce bien las reglas del juego. Sabe que todo se decide en un solo acto y que si su madre lo pilla en mitad de la escalera tendrá que refugiarse en la fría trinchera de su cama. Entonces, todo habrá acabado. Al menos por esa noche.

A lo lejos el enemigo no hace más que tirar objetos voladores, sus disparos son voces que se clavan contra la cabeza o el pecho de su madre.

Los escalones se vuelven gigantes para sus 9 años. El ruido de la batalla está demasiado alto. Coge fuerza y vuela hacia abajo veloz a lomos de su rabia. Agarra fuerte su espada y entra en combate. Un puño lo frena en pleno vuelo y lo deja malherido.  
¡¡¡Maldición!!! - El hombre malo me ha derribado- piensa mientras se hace un ovillo asustado.

Todo su cuerpo le quema: el labio, el pómulo, el ojo. También la imagen de su madre tirada en el suelo… Pero sobre todo le quema la tila. Esa tila que su madre le da después de cada combate para calmarlo.

Después la casa se llena de un silencio extraño. Ya no hay gritos ni golpes… Su madre le acaricia con suavidad para que se duerma pero él no puede dejar de mirar con atención su ojo hinchado. Unas palabras cariñosas tratan de reconfortarlo. Está temblando.
Esta guerra dura demasiados años- piensa mientras sorbe con cierto asco el dolor infusionado.

Algunas noches su madre se adelanta y consigue que él no baje la escalera. Esas noches, Hugo se muere de miedo bajo las mantas. Otras, su madre no le ve venir y ha de colocar el pequeño cuerpo de su hijo entre sus brazos para protegerlo. Después, el mismo ritual de siempre: palabras bonitas susurradas en su oído para que se calme y en la mesilla, una  tila templándose.

Pasan los años, las noches, los combates…
Un ruido enorme despierta a Hugo. De un salto se coloca en el campo de batalla. Algo ha cambiado. Ya no hay calcetines de niño en escalones temblando, ni escobas ni escudos anhelados. Ahora  hay un adolescente de 1,68cm de alto, ojos oscuros, cansados, delgado. Muy delgado.
No más morados- se dice para sí mismo a la vez que agarra con su puño el de aquél que tantas veces le ha golpeado. Se ve fuerte y un enorme poder desconocido se adueña tanto de su mano como de su mente.

Demasiadas tilas, demasiados golpes….
Su madre lo mira asustada tratando de calmarlo pero sabe que han sido demasiados años y Hugo comienza a vomitarlos…
Sus patadas se clavan en el enemigo. Le devuelve uno a uno cada golpe acumulado, cada morado, cada noche en vilo…Cada mal trago.
Por primera vez desde hace 7 años el combate es distinto. Por primera vez ese hombre está cayendo rendido. Por primera vez, ni él ni su madre son los golpeados y el odio, con el que Hugo se ha ido criando se le va escapando por las manos.

Está cegado. Ha llevado fuera de la casa el combate arrastrando al hombre malo hasta la calle. Al verle asustado se reconoce en él. Se rompe en odio. Coge la cabeza del hombre y la golpea fuertemente contra el suelo repetidas veces.

Lo va a matar- dice la voz de un vecino.

Su madre grita desesperada  para que pare, pero es inútil.
Hugo recuerda, en cada puñetazo que atesta, las distintas tonalidades del morado, el dolor en sus costillas, el miedo, las mantas, la tila… La voz entrecortada saliendo siempre del labio partido de su madre. No pueden pararlo.
Tres hombres fuertes consiguen pararlo. El odio con el que Hugo ha sido alimentado es infinito y cuesta, cuesta mucho frenarlo.  Otro cuerpo esta vez queda tirado en el asfalto. Alguien se acerca para averiguar si lo ha matado. Hugo ya no ve nada. Se lo han llevado.
Esa noche no dormirá en su casa, tampoco habrá Tila, ni culpa ni madre.
Rompe a llorar asustado, a pesar de estar contento por haber ganado. Se siente raro.

A la mañana siguiente dos Guardias civiles vienen a buscarle. Está listo. Lo único que le apena es no poder ver a su madre.
Un juez  de menores le observa desde lo alto, se pregunta comprensivo qué hacer con él. Hugo no entiende. No se siente culpable y el juez lo sabe. Una mujer con bata blanca le mira con cariño a los ojos. Por fin esos ojos negros tan asustados van a ser escuchados.
El  juez le hace saber a con voz firme pero dulce, que el hombre al que ha golpeado no ha muerto pero está muy grave.
Hugo sonríe con cierto orgullo y una mirada llena de dureza pero incapaz de reprocharle se clava en él.
Vete a casa - le dice.
Un informe psicológico y un buen juez han estado esta vez de su parte.

Son las seis de la tarde, una tila humea en la cocina. Hugo deja escapar dos lágrimas: una por él y otra por su madre. Se funde en un abrazo sin voces.

                                          Esta es la última tila, madre...



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